martes, 22 de diciembre de 2020

La retórica del 2020.

Repiquetean las campanas del carpetazo: ya es diciembre de 2020. 


Llegamos aquí, a veces como si hubiésemos alcanzado la Tierra Prometida tras 40 años vagando por lo árido, a veces como si nos hubiésemos teletransportado de un golpe en el tablero, arrasando con todo. Hay mucho en común entre lo repentino y lo implacable. 


Mi resumen de Spotify me cuenta que lo que más he escuchado este año ha sido llorar. La segunda posición es para mis dedos percutiendo teclados de instrumentos estériles, parando, únicamente, para apuntar hacia el culpable de todo. 2020, la basura de la basura, la mierda de la mierda, el pozo de la podredumbre. 

2020, como el molde de lo maldito. 2020, la manera asible de perimetrar la desgracia. Ese es el mantra más poderoso de nuestra historia.


Un año mental que convirtió abril en un infierno. Y, si se llenó de flores, yo no lo vi, yo no lo supe, yo no me senté en ningún banco de ningún parque. El invierno docemesino que nos encerró en un letargo conjurado por la magia más negra, durante el que permanecíamos vivos pero amortajados, adormilados pero padecedores del Síndrome de Charcot-Wilbrand*


Llegamos aquí, con la sensación de haber robado algo; con la certeza de haber sido a nosotros mismos, a esas otras versiones posibles que sí asistieron a fiestas, atracaron banquetes, y se embriagaron de bullicios y fragancias.


A nosotros: nos queda diciembre. El momento de talar los árboles extra que crecieron durante el exilio hacia dentro, ponerles luces y estrellas para señalar que algo siguió creciendo, en algún sitio. Intercambiaremos aguinaldos, pues si nos queda aún alguna cosa, sólo será entregable al resto. 


Tu resumen de Instagram contará que no hay más imágenes para ti, que se volverán nítidas las de siempre: las de nuestros hijos futuros sólo moldeados por un nombre distinto —ahora: si es niño, Pfizer; si es niña, Moderna— aún correteando por el jardín de nuestras preciosas casas, erigidas y firmes en Mañana, pues la cabeza está hecha de un material bastante duro.


Apartar de las 13, la mala uva. Apretar muy fuerte los ojos el segundo antes de escuchar a Anne Igartiburu anunciar el final del maleficio. Y voilà: estaremos en un mundo distinto. Nos miraremos con prudencia, tragaremos la saliva con un líquido dorado y burbujeante, no nos abrazaremos mucho.  Brindaremos, con terror y esperanza; y secretamente, por el año viejo.


2020: la inmudicia,  el desgarro, la fatalidad, la muerte, el infortunio, la cochambre, los despojos, la purra, la infelicidad y lo peor que nos ha pasado, todo junto, bien vallado. 2020: un muro, un contenedor, un límite, una cerca que separó bienseparado un mal año de una vida buena.



*El Síndrome de Charcot-Wilbrand es un trastorno que padecen las personas que, por el fallo de sus mecanismos clave, se dice que “han perdido la capacidad de soñar”.

miércoles, 16 de diciembre de 2020

La cordura.

Lo que tenían en común todos aquellos chicos
es que me mintieron.

El primero fue Chicho, que iba a clases particulares
lunes y jueves, pues se le atascaba la geometría
entre otras cosas, deformaba la realidad
los días que no iba, me contaba que sí.

Grumi le compró chucherías a Carlota Gal
uno de esos recreos en los que yo ya no tenía amigas
porque quise, y me compré un bollo, y dijo:
“yo cojo unas chucherías, me las como luego”
pero me comí yo el tuit de CarlotaG13 
con una foto enmarcada por ositos de colorines
ponía: Gracias, feillo, carita de vergüenza,
que a él nunca se le cayó de eso.

Años después, Rijo me contó que en aquella misma cama
había encontrado una cucaracha gigante la noche pasada;
era de madrugada y no éramos novios,
y me quise ir pero se arrepintió raro,
y me quedé a dormir 
con más pena 
que asco.

A Tuso, que siempre andaba mal de la garganta
le regalé los últimos caramelos de regaliz que me dio mi abuelo
porque le sentaban bien y le gustaban, y me miraba
con esa dulzura sin envoltorios.
Cuando tosía, le preguntaba
“¿te quedan caramelitos?” y me decía ya casi no
Un año y seis meses después, los encontré 
apilados, estrujados, amasijo de cosas que molestan
en el bolsillo más pequeño de su mochila.
Tal vez de haber sido un regalo de Carlota se los hubiese comido todos.


Todos me mintieron: eso tenían en común;
ni la barbita clara ni los ojos turbios.
Me mintieron, con más o menos astucia
––supongo-, con más o menos amor.
Pero todos, al final de un pasillo frío
guardaron silencio, 
incluso sonrieron.

Lo más sorprendente,
es que yo lo guardé también;
desde el principio y sin una mala experiencia
que me hubiese curtido, ni una madurez 
que me hubiese cansado.
Guardé silencio.
Incluso sonreí.

Cerré los ojos, ignoré mensajes;
cuando me iba, era la extenuación y no la fuerza
la que cruzaba la puerta.

Pero también ocurrió: pregunté,
denuncié
escupí.
Me atreví a atravesar el pasillo con los ojos abiertos.
No importaba cómo ni qué manera lo hiciera:
me gritaron como energúmenos.
“Has perdido la puta cabeza”,
con sus dedos punzantes, me señalaban
 Loca
Loca loca loca loca
loca
te odio, lo mereces, estás loca
estás llena de sangre, loca, estás loca
y yo: volvía a convertirme en un escarabajo
al que aplastar con sus pies enormes.

Al principio, los enfrentaba porque buscaba obsesivamente la verdad,
pero nunca conseguí la verdad.

Seguramente algunos pensarían que lo hicieron por mí,
porque no querían perderme.
Otros, simplemente se vieron rodeados por esa policía invisible
que patrulla por los chicos cada noche,
y les detiene.

Seguramente de algunos pensé que lo hacía por ellos,
porque no quería perderlos
De otros, simplemente que estaba agitada por esa rabia palpable
que sirve de reclamo para condenar a las chicas cada día
al desentendimiento,
y de la que yo pronto me supe
exculpada.

Me dio igual que loca, que puta, que lo mereciera.
Porque yo lo sabía, siempre lo supe.
No importan los secretos que no descubrí: los supe.

Y ellos acababan sabiendo,
incluso cuando callé
que a mí no podían engañarme,
pero siguieron llamándome lo mismo.

Dejé de buscar la verdad.
De 34 veces que me mintieron, después de todo
después de incluso haberme largado, haberles visto remontar
su nueva vida con Carlota, chucherías, camas limpias,
nunca me la dieron,
Pero ahora lo sé: tampoco existía.

La verdad no existía.
Eso tenían en común.

Me mintieron, sí,
pero nunca fue la verdade eso lo que me negaron.

Y ahora podemos reírnos juntos,
recoger florecitas, 
hablar de amor en las pausas publicitarias.
Pero aquello terrible que todos me negaron
quiero que sepan: yo ya no lo regalo.