jueves, 8 de junio de 2017

Audrey y Marilyn desayunando churros juntas: les importa una mierda a cuál prefieras.

El Test de Bedchel confirma que aún más de la mitad no lo superan en plena Era del HaberloConseguidoYaTodo.

Una de las cosas más interesantes que he aprendido en la universidad es que forjamos nuestra manera de relacionarnos a través de cómo interactúan entre sí los roles biendefinidos que observamos en los productos de ficción a los que hemos sido expuestos. Somos lo que leemos en los libros; lo que vemos en las películas. Esta soy yo: estoy andando por un pasillo enorme, y en todo el recorrido no he dejado de pensar que quiero ser perfecta. Por otro lado, cada vez que os he visto desfilar vapuleando vuestros pelazos al viento, he pensado: es mentira. También debo ser una hipócrita. Hubiese sido más fácil quedarme de brazos cruzados en los bailes de fin de curso, y sin embargo: mírame, mírame, mírame, ¿ves cómo se suspende el sol en mi rubio tibio?

He estado creyendo, como una especie de ley silenciosa y tatuada, que somos el cebo que se lanza al mar esperando atrapar al pececillo de colores. ¿Cómo sé que es de colores si soy el cebo? Estaba equivocada: en realidad somos el pececillo. Quizá de haber sido una mujer fuerte, determinada, todoterreno -una mujer como un hombre manda- hubiese sabido guardar el secreto. Quizá de haber sido una mujer perfecta lo hubiese podido hacer chiquitito y acoplado entre la costilla quince y veintitrés. Pero esta es la verdad: no lo soy. Y por eso lloré delante de ti, Sof, y los siguientes tres años hablamos casi ininterrumpidamente sobre la comida, el hambre, la necesidad patológica de atención y otras enfermedades absolutamente de chicas. Por eso averigüé que desde el principio de los tiempos ya se lo había contado a Ele, pero no me había dado cuenta nunca. Por eso se lo dije a María; no sé cómo. María puede verme señuelo perfecto en cajita tonta de poliexpán y no me lo cuenta; María se ríe conmigo todas las noches, que es la mejor manera de no coincidir con alguien en el espectro político.

Siento vergüenza porque, en ese ejercicio de competitividad y té, os he estado escuchando sibilinamente clamar 'me llevo mejor con los chicos', 'las mujeres somos malas entre nosotras' y os he entendido perfectamente. Posiblemente yo también me he sentido muy sola. (Como el movimiento de melena o el disimular el cuello roto, intenté esa aproximación masculina. No todos, pero la mayoría te dicen 'me gusta mucho el color persa de tus labios', y tu tienes los labios pálidos. Es gracioso, porque he pasado la vida queriendo que me quisieran por guapa y cuando lo hicieron resultó decepcionante).

Nos llevamos mejor con los chicos porque las chicas nos dan miedo, nos dan rabia, nos dan el eterno autodiagnóstico de ser insuficientes. Con ellos hablamos de la lámpara, pero no de la luz; ellos vislumbran la angustia pero no saben lo suficiente de ornitología como para atajarla. Quizá de haber sido una mujer perfecta me hubiese perdido todo eso. Estas somos nosotras. Las únicas sirenas que existen son una alarma desesperada de 'aparta, se está muriendo, joder', y las princesas a las que les gusta Kurosawa igualmente son tomadas por gilipollas. Ser perfecta en una sociedad misógina es querer ser perfecta, frustrada, hasta que te mueres; es asimilar una responsabilidad heroica entre tus competencias elegidas por vocación de fémina, conciliándolas siempre con una cintura en el cuero envidiable.

A pesar de saber la verdad, lo cierto es que vamos a seguir estando todas entre bastidores aun esperando el papel de nuestras vidas, que casi nunca es una carta de amor. Pero he aquí la mía: gracias por enseñarme a atarme los cordones; gracias por quitarme todas las liendres, pelo a pelo; gracias por enseñarme a abrir tarros de cristal sin usar la fuerza; gracias a ti, por la fuerza; gracias por no huir cuando estaba putrefacta y flatulenta entre las sábanas; gracias por cantar aun sobria a gritos Fondo Flamenco; gracias por responder por cientacuarta vez a ya sabes qué pregunta; gracias por dejarme una palmera de chocolate en el escritorio; gracias por decirme al oído que tenía un agujero en el culo del pantalón; gracias por confiar en mí: gracias por pedirme ayuda; gracias por escucharme horas hablar de un cadáver; gracias por decirme que me parecía a Sofía Vergara la única vez que ibas a hablarme; gracias por el libro de Flavita (a las dos); gracias por odiarme por lo que siempre quise que me odiaran; gracias por discutir con ganas; gracias por quererme por lo que siempre sentí que merecía ser querida; gracias por sacarme de mi casa; gracias por llevarme a mi casa; gracias por los consejos; gracias por fregarme la olla; gracias por sonreírme sin conocerme de nada cuando nos cruzamos por el pasillo al baño.... Con suerte, existir se parecerá cada vez más a ese pasillo, aunque sigamos -inevitablemente sigamos- avanzando, agitando nuestro cabello cinematográfico sin que el tiempo ni el aire se detengan al paso. Porque, amigas, la vida nunca ha sido una película, pero cuando os veo a vosotras aparecer al final de ese corredor interminable cada día, doy gracias, de verdad que las doy, porque no lo sea.