lunes, 17 de agosto de 2020

La historia.

 Siempre me arrepiento de darme cuenta de que, la verdad, es que he mostrado la verdad y eso: se ha convertido en mi historia.

Tania Brandariz.

La realidad es una historia, nada más, nada menos. La vida que vivo es un relato personal, complejo y versado en una lengua propia e intransferible; también la vuestra lo es, como si fuésemos herederas y herederos de la maldición sobre los babilones. Existe una historia común, claro: así se constituyen las relaciones, los grupos, las patrias. La nuestra, por ejemplo, eternamente fragmentada en Las Dos, nos hace cuestionarnos: ¿qué tenemos en común con La Otra? Y, como sentencié en mi TFM, no es una idea original—: España es la dialéctica sobre España, nada más, nada menos.

Pero esta entrada no pretende ser un aporte naíf e innecesario a toda una tradición filosófica bien estudiada y descrita por grandes narradores sobre las implicaciones del Giro Lingüístico. Esto es un aporte naíf e innecesario sobre la compresión, y más concretamente: sobre la imposibilidad de entendernos.

Las historias nos explican las cosas. Sin ellas, los datos no serían datos, los hechos quedarían impunes y los sentimientos que, mínimo a dos individuos requieren, como el consuelo o la gratitud serían imposibles. Sin discurso supremacista, el científico no sería alguien mejor que el letrado. Si las niñas y niños sólo completan operaciones en serie sin el abordaje de problemas, no adquieren verdaderas habilidades matemáticas. Sin leyendas, los mapas no mostrarían qué está pasando, y sin variables descritas, los gráficos no revelarían por qué. 

El ser humano yergue la espalda cuando se vuelve narrativo, y la narración se yergue sobre la temporalidad. Es el tiempo el mayor misterio de la física y la piedra angular del ser; es tal el ansia por atraparlo, que inventamos el mayor dogma de fe a través de él: creer en el destino; en que todo está escrito

Necesitamos que el tiempo sea sólido, que sea un trayecto que desemboque en Alguna Parte (que fuese posible llegar a alguna parte), pues si no: ¿qué sería el tiempo más allá de la experimentación de las distancias?; pues si no, sólo estaríamos cerca o lejos, y concretamente: cada vez más lejos. 

Alcanza el relato su clímax del éxito con las relaciones humanas. Es el afecto, o la quintaesencia de éste la famosa complicidad un coincidir en la historia: encontrarse justo en el mismo lugar, con los mismos obstáculos, villanos y héroes, y por lo tanto: con los mismos parámetros del bien y del mal, de la justicia y de lo imperdonable. Es la interrupción del vínculo, pues, la bifurcación del relato: el estar viviendo realidades diferentes.

Lo contrario del relato es la soledad. La gente se hace mucho daño cuando sus mutuas versiones de lo que está pasando ya no encajan. La frustración es no lograr que el otro pueda tocarnos por dentro.  Cuando llega el fin, cuando dos se colocan frente a frente vaciados ya de reclamos y sólo queda el silencio, se puede escuchar, si uno presta valiente atención, la caída de una torre que quiso alcanzar el cielo.

Si el tiempo es un camino, mi historia ha sido reconocer que hubo paisajes por los que me hubiese amputado las piernas, y que aun sin tener la opción de haberlo hecho, seguí andando sin agradecer las extremidades inferiores. Y a pesar de ello, llegué a sitios maravillosos: a otra luz; a otro hueco cómodo en la memoria. 

Olvidé de mis fábulas tanto, pero nunca la moraleja de cada historia animal: todas contaban que las relaciones eran, a modos distintos, complicadas, porque son complicadas, y que eso (al menos lo que a mí me sucedió) no las hizo menos ciertas. Haber coincidido contigo en algún momento, me trajo al mundo, y poder recordarlo para siempre me mantendrá en él. 

La verdad es una historia y el amor es la única que compartimos.



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